A la hora del nuevo milenario, doña Agnes recostó su cabeza en la almohada desteñida. Su alma cargaba una eternidad de disgusto y soledad.
“Duérmete, mi vida,
niña de la tierra…”
De su infancia en Alemania, solo recordaba terror, hambre, bombardeos y olor a sangre.
Empezaron a desfilar las imágenes, turbias, en su mente.
Por un momento revivió la euforia de posguerra, la travesía del Atlántico con una tía, la ola del Art Nouveau que arrasaba en Santiago de Chile, sus días descabellados en la universidad.
Una sonrisa tenue iluminó sus arrugas. En esta madrugada glacial, volvió a pensar en los artistas chilenos, pintores, fotógrafos, enloquecidos por sus ojos inmensos y su cuerpo pálido mientras posaba desnuda en los estudios.
Mi amor, mi amor tierno, mi amor fogoso. Te quise, te perdí, me llevaron a la fuerza.
“Duérmete mi niña
y duérmete ya…”
Sin piedad, la tristeza se apoderó de ella. La canción resonaba en un rincón del olvido. Doña Agnes levantó unas manos temblorosas a sus oídos, en un esfuerzo para callar el refrán punzante.
“…porque viene el coco
y te comerá.”
¿Qué había sucedido con la criatura? Su tía guardó silencio hasta el final.
En un dolor desgarrador, su aullido rompió el cielo de la noche. Una vez más flotó el olor a sangre.
“…Duérmete, mi vida,
niña de la tierra:
que el sueño te canta
para que te duermas.”
La niña yacía en su pecho, sin vida.